Un día antes de la clausura, el Museo de Bellas Artes de Sevilla tuvo que cerrar sus puertas a los visitantes el 14 de marzo de 2020 debido a la alerta sanitaria provocada por el COVID-19, privándonos desgraciadamente del colofón que hubiera merecido la exposición Montañés, maestro de maestros. Yo la pude disfrutar en soledad, guiando a grupos, con amigos, temblando ante la mirada del Cristo de la Clemencia, cautivado por la belleza de La Cieguecita, conmovido por la mística serenidad de Santo Domingo de Guzmán, desbordado por la policromía de Francisco Pacheco en San Francisco de Borja o asombrado por los sepulcros del guerrero Don Alonso Pérez de Guzmán, el Bueno y Doña María Alonso Coronel. Aunque sería la maestría de la gubia montañesina en Santa Ana la que causó mi mayor sorpresa y descubrimiento, impresionante obra que pueden ver en la imagen inferior y en la que nos detendremos al final del post.
Nacido en 1568 en el municipio jiennense de Alcalá la Real y formado en la Granada renacentista y manierista -concretamente en el taller de Pablo de Rojas-, Juan Martínez Montañés recaló en la «ciudad de las oportunidades» en 1587. En la Sevilla de finales del siglo XVI, aquel Puerto de Indias, existía una gran demanda de imágenes para la devoción al ser la ciudad sede por aquel entonces de una gran concentración de hermandades religiosas, parroquias, capillas, conventos y monasterios, cuando todas las órdenes religiosas embarcaban desde el puerto sevillano para América y Filipinas. Por no hablar de la devoción privada de la nobleza y las nuevas clases enriquecidas con el comercio del Nuevo Mundo, que también deseaban altares e imágenes de carácter devocional para sus capillas privadas y sepulcros. Las artes visuales, siguiendo el impulso y decoro promulgado por el Concilio de Trento, estaban al servicio de la «catequesis visual». El resultado fue claro: Sevilla en el cambio del siglo XVI al XVII era un inmenso taller de pintores, escultores, doradores o ensambladores de retablos. Se consolidaron así las famosas Escuelas de Pintura y Escultura de Sevilla, con obras renacentistas, manieristas y barrocas que asombrarán al mundo.
Montañés, de perfiles psicológicos fascinantes y difíciles -fue encarcelado por homicidio en 1591-, de carácter ciclotímico y vanidoso, inició la andadura sevillana aprobando su examen en el gremio de escultores y consiguiendo la maestría en 1588. Así, desde esa fecha estaba acreditado para esculpir imágenes y diseñar retablos, aunque no para policromar ni estofar sus propias obras escultóricas; esa fase de la cadena creativa correspondía oficialmente al gremio de pintores, aunque ese es otro tema que trataremos otro día en el Blog.
La exposición sobre Montañés en el Bellas Artes de Sevilla, celebrada con motivo del 450 aniversario de su nacimiento, se dividía en tres secciones, las cuales insistían en tres aspectos que no deben olvidarse en relación con la obra montañesina:
- SECCIÓN PRIMERA, titulada Grandes encargos. En las cuatro primeras salas se podía observar que Montañés no sólo era escultor de relieves e imágenes de bulto redondo, ya que también diseñó numerosos retablos de carácter clásico, la mayoría de ellos con destino a monasterios como San Isidoro del Campo o conventos como San Leandro o Santa Clara, por poner algunos ejemplos.
- SECCIÓN SEGUNDA, Imaginería devocional. En este caso se podía ver cómo la obra Montañés no se corresponde con el Barroco pleno -esta idea tan difundida es un tópico erróneo-, ya que el maestro constituyó la llave entre la elegancia de un Manierismo que llegaba a su fase final y los inicios del Naturalismo de principios del XVII. Estilización y alargatura, proporciones y posiciones de raigambre clásica, contención en el gesto, anatomía bella y limpia, o emoción mística e intelectual, son algunas claves que fijará para siempre Montañés en la Escuela Sevillana, tal como puede observarse en su San Jerónimo o en San Bruno. Sus discípulos tensarán el gesto y las composiciones durante el Barroco pleno, pero siempre conservarán la mesura y belleza aportadas por la estética creada por el maestro de Alcalá la Real.
- SECCIÓN TERCERA, Aportaciones iconográficas. Montañés no sólo fue un experto técnico en el manejo de la gubia, sino que fue un creador, un intelectual, que desde las artes liberales diseñó y fijó para siempre nuevas iconografías. Solo basta nombrar al Niño Jesús del Sagrario, La Cieguecita o el Cristo de la Clemencia.
La exposición reunía 44 obras de Montañés, de un total de 58 piezas también de autores como Francisco Pacheco, Francisco Varela, Pietro Torrigiano, Gaspar Núñez Delgado, Alonso Cano o Francisco de Herrera, el Viejo, pudiéndose contemplar todas ellas muy de cerca, algo que con el final de la exposición ya no es posible al volver las imágenes a su ubicación original. Tal como apuntamos al principio, una de estas obras fue la Santa Ana de la iglesia del Buen Suceso, creada entre 1632 y 1633, y originalmente ubicada en el convento de San Alberto, hoy conocido como el de los padres Filipenses. Le acompañaba la Virgen niña, desgraciadamente destruida en los turbulentos sucesos que sacudieron la ciudad de Sevilla en 1931, hoy sustituida por una réplica del escultor granadino Barbero Medina (ver imagen inferior, con la Virgen niña original).
Este conjunto escultórico fue concertado un 9 de octubre de 1632 con los albaceas testamentarios de un italiano llamado Francisco Bernardino Palacios, concretándose la carta de pago por la finalización de la obra el 11 de julio de 1633. El contrato hablaba de una imagen en madera de cedro, material que, luego policromado, era el de mayor realismo y el que daba más sensación de vida a las imágenes devocionales. El conjunto centraría el retablo de la capilla financiada por este mercader de Milán en la por entonces iglesia del colegio carmelita de San Alberto; a finales del XIX, cuando el templo se cedió a los padres Filipenses, Santa Ana se trasladó a la iglesia del Buen Suceso, donde la podemos ver ahora. Los detalles del contrato son muy interesantes: entre otras cosas, se acuerda que la factura total ascendería a 600 ducados, recibiendo Montañés 200 por adelantado antes de entregar la imagen en blanco, es decir, sin policromar, fase que realizaría Baltasar Quintero luego por 1.550 reales.
La imagen guarda todas las características clásicas de Montañés: se resuelve según las estilizadas proporciones empleadas por Lisipo, escultor griego del siglo IV a.C. -Montañés fue conocido también como «Lisipo andaluz»-, la rodilla avanza cual elegante contrapposto -la abuela de Cristo es aquí guía en actitud itinerante-, el tocado deja entrever la característica raya en medio del peinado, el rostro es de una serenidad inigualable, los ojos almendrados esquivan la mirada directa con el espectador y la emoción es absolutamente intelectual, no pasional. Pero lo que más asombra es el ropaje y el drapeado que definen esta obra.
El ropaje cumplía funciones claves en las obras de Montañés: reforzaba la composición general de la figura, los estofados finales daban dignidad áurea a la imagen, los movimientos de capas y túnicas contrastaban de forma sugerente con la serenidad de los rostros, y los ricos pliegues creaban sensación de profundidad y relieve en el conjunto. De todos los ropajes vistos en la exposición, fue el drapeado de Santa Ana lo que más cautivó al público, allí donde la gubia de Montañés se muestra, sencillamente, sublime. En la imagen inferior he realizado un zoom de este drapeado, girando también el sentido de la imagen con la intención de explorar nuevos significados y texturas de esta maravillosa obra de Montañés.
NOTA. El creador de Alcalá la Real nos dejó a causa de la Peste de 1649. Gracias, maestro.