Los deseos de ruptura con el arte de siglos pasados se encauzaron a principios del siglo XX en Europa con una renovación radical del lenguaje pictórico, todo ello en la dirección de crear un nuevo espacio figurativo y superar así el sistema tradicional de representación creado desde el Renacimiento. Aunque este logro no se consigue hasta 1910 con el Cubismo, otras experiencias de las Vanguardias históricas, como Expresionismo, Futurismo y Fauvismo, emprendieron también este camino. Así, los fauvistas plantearon una exaltación del color hasta tal punto que transformaron la representación del espacio tradicional desde el juego y las combinaciones cromáticas, recogiendo así las rupturas emprendidas en el siglo XIX por impresionistas y postimpresionistas. Sirvan de ejemplo los planteamientos radicales en relación con el empleo del color en las obras de André Derain, Raoult Dufy o Maurice de Vlaminck.
Pero sería Henri Matisse (Le Cateau-Cambrésis, 1869 – Niza, 1954) el que, desde una concepción personal de la pintura, mejor desarrollaría los principios fauvistas del color. Para el pintor francés, el color no es sólo la expresión en un cuadro de una sensación fugaz, sino que se convierte en elemento estructurante capaz de crear un nuevo espacio alejado de los principios euclidianos del Renacimiento. Un cuadro de Matisse no es, por tanto, la expresión de una sensación momentánea relacionada con la luz y el color de un paisaje o un cuerpo desnudo, sino que, por el contrario, es la plasmación en el lienzo de la acumulación de sensaciones convertida en concepto y estructura espacial. El color es sustantivo, no adjetivo. El color no es sensación fugaz en la retina; produce realidades espaciales permanentes en la mente del pintor.
Lo que muchos desconocen es la afición a lo oriental de Matisse y su vocación por lo meridional, que se plasmó en el viaje que emprende a Andalucía a principios del siglo XX, con un fortísimo impacto que dejará en su obra las experiencias sensoriales vividas en Granada y Sevilla. En esta última ciudad el pintor francés estuvo desde el 27 de noviembre de 1910 hasta mediados de enero de 1911, estancia sólo interrumpida por un viaje de tres días a la capital granadina -del 9 al 12 de diciembre-, donde cumplió uno de sus sueños: vistar y recorrer los rincones de la Alhambra. Por su parte, en Sevilla pintará sus tres únicos cuadros españoles: el retrato de Joaquina, hoy en la Národní Galerie de Praga, y los dos bodegones del Museo del Ermitage, titulados en la bibliografía de manera diversa: Interiores / Naturalezas muertas en Sevilla / Sevilla, aunque numerados siempre con I y II.
En la ciudad hispalense, Matisse se aloja cerca de la Plaza Nueva, concretamente en el antiguo Hotel Cecil -número 18 de la calle Méndez Núñez-, desde donde escribirá numerosas misivas a su esposa Amélie sobre este viaje andaluz, describiendo experiencias y sensaciones en su día a día. Durante la primera parte de su estancia, el pintor francés cae enfermo con fiebre, por lo que abandona su hotel para descansar -atendido por un médico- en una casa típica sevillana con patio, la de su amigo Auguste Bréal. Cuando vuelve a la normalidad, recorre con el pintor Francisco Iturrino -representante del fauvismo en España- los monumentos principales de la ciudad y sus rincones más secretos, frecuentando desde el Círculo de Labradores hasta tablaos flamencos donde bailan jóvenes como Dora, que inspirará el primer cuadro al que nos referimos: Joaquina.
Dora, de 16 años y rasgos faciales marcadamente gitanos, fue definida por Matisse como «un milagro de agilidad y de ritmo casi comparable a Isadora Duncan», esta última bailarina y coreógrafa americana considerada por muchos como la creadora de la danza moderna. Las experiencias flamencas de la noche sevillana provocaron un auténtico terremoto sensorial en Matisse, hombre más bien de carácter pausado y reflexivo -tendente incluso a la depresión-, que llegó a escribir en su cuaderno la siguiente frase: «¡Vivan las mujeres, el vino y el tabaco!» Se había abierto la puerta de un nuevo mundo, festivo, luminoso y de fortísimo colorido. Según dicen algunos estudiosos de su obra, tan entusiasmado estaba Matisse con el flamenco que su propia esposa empezó a sentir celos del embrujo de las mujeres andaluzas y le exigía un retorno inmediato a casa. Para más información de Joaquina, ver la Web de la Národní Galerie de Praga (en inglés o checo).
Henri Matisse, Joaquina, 1911. Óleo sobre lienzo, 55 x 38,5 cm. Národní Galerie de Praga.
Las otras dos obras son los citados bodegones –Naturalezas muertas en Sevilla I y II– que Matisse pintó de manera excitada y febril en dos sesiones. Se trata, más que de telas, de puro color. En ambos casos son los mismos mantones, todos ellos con una decoración arabesca característica que seducía mucho al pintor. Viendo las imágenes de abajo podemos identificar los siguientes: el mantón que cubre la mesa, dominado por amarillos y dorados, el que se ubica en el sofá, con tonos verdosos, el del ángulo izquierdo de cada cuadro, con rojos y verdes, y, por último, el situado en el ángulo derecho, con fondo de intenso azul y decoración vegetal con granadas.
En la mesa de los dos lienzos aparecen también los mismos objetos, como una jarra azul blanca y amarilla de la factoría Pickman, una aceitera de color verde cobre brillante de Triana, una maceta de loza vidriada en blanco y geranios rojos, además de pimientos rojos, amarillos y verdes, y cuatro frutas más. La única diferencia entre los dos óleos estriba en que Matisse realiza un enfoque más cercano en la segunda composición, un cuadro en el que, incluso, se disuelve la tridimensionalidad del espacio al fragmentarse el mismo con distintos planos de color.
En realación con estas obras, recomiendo leer el artículo titulado «Matisse en Sevilla», en el que se profundiza en las cartas del pintor a su esposa Amélie (Diario de Sevilla), y este estudio de Andrés Luque Teruel, profesor de Historia del Arte de la Universidad de Sevilla (descargar texto completo PDF).
Henri Matisse, Naturalezas muertas en Sevilla I, 1910. San Petesburgo, Museo del Ermitage.
Henri Matisse, Naturalezas muertas en Sevilla II, 1910. San Petesburgo, Museo del Ermitage.
Por último, cabe destacar que Matisse no pintó estos bodegones en solitario. Trabajó en estas obras junto al anteriormente citado Francisco Iturrino (Santander, 1864 – Cagnes-sur-Mer, Francia, 1924), pintor fauvista que convivió en Sevilla con el creador francés -la amistad de ambos fue profunda y muy prolífica artísticamente hablando-. El santanderino realizó dos cuadros no sólo con el mismo tema tratado por Matisse sino, también, plasmándolo en el lienzo con el mismo enfoque y distancia. Para finalizar esta entrada del Blog colgamos estos dos bodegones de Iturrino, pintor que merece próximamente un post específico.
Francisco Iturrino, Bodegón I, 1910. Óleo sobre lienzo, 82 x 98 cm. Bilbao, Colección Alfonso Zorrilla de Lequerica.
Francisco Iturrino, Bodegón II, 1910. Óleo sobre lienzo, 87 x 100 cm. Bilbao, Colección Alfonso Zorrilla de Lequerica.