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Tarifa y el viento: un «finisterre» en la literatura de viajes

Al volver al continente, pasando el puente levadizo, se nos aparece Tarifa, tal cual es, dando la cara, sobria y severa, el castillo de los Guzmanes, con su cala de pescadores, su playita llena de peñascos y su pobre destino de ciudad desterrada, olvidada en la ruta de los vientos

Luis Bello, 1926

Frontera entre dos continentes y límite durante varios siglos del Mundo Antiguo frente al desconocido y temido Atlántico, el Estrecho de Tarifa -el nombre es mío- constituye un enclave geoestratégico de primer orden recorrido por numerosos viajeros desde la Antigüedad. De la lectura de la literatura de viajes, especialmente prolífica desde que Gibraltar en 1704 se convierte en puerto británico y puerta de entrada en la península Ibérica, se obtienen imágenes de un territorio en el que las construcciones castrenses y las diversas huellas del viento constituyen los rasgos más sobresalientes de un paisaje singular situado en el extremo sur del continente europeo.

La frontera y el viento son los dos factores que han configurado un territorio en gran medida inseguro y despoblado, jalonado de enclaves amurallados y torres almenaras, y dominado por los usos ganaderos frente a los agrícolas. Estas claves territoriales son especialmente destacadas por la literatura de viajes, que ha transmitido la imagen de un paisaje singular cuyo carácter queda definido por su aspecto agreste y montaraz, un finisterre extremo azotado por el viento y un enclave de fuerte influencia africana situado en la frontera entre dos continentes, dos culturas, dos civilizaciones.

En este post nos centraremos en el viento -la frontera es tan potente que merece una entrada específica en este Blog-. Los viajeros destacan especialmente la dureza del Levante y la limitación que ha constituido históricamente para la ocupación humana. Así, en 1782 un vecino de Tarifa, Juan Muñoz, acompañó en su visita a la ciudad al sacerdote valenciano Francisco Pérez Bayer (1711-1794) en agosto de ese año, mes en el que el Levante presenta altas frecuencias y velocidades. El testimonio del viajero es claro y elocuente en día de levantera:

(…) estaba la tarde destemplada, y yo mucho más; y el viento de Levante me traspasaba; hube de decir al caballero que me perdonase, que yo no estaba en disposición aquella tarde de recibir su favor por hallarme indispuesto, y que con su licencia me volvería a mi posada.

Por su parte, Luis Bello (1872 –1935), escritor y periodista de Alba de Tormes vinculado al 98 y a la Generación del 14, dice que las negativas opiniones de muchos viajeros sobre Tarifa están sin duda alguna “inspiradas por el Levante, viento terrible que altera los nervios y acaba por predisponer a las enfermedades mentales. Cuando sopla Levante, los barcos huyen, los árboles se doblan y se agostan, y las gentes se malhumoran de un modo incomprensible para quien no conozca el motivo”. El viajero salmantino explica al lector los motivos de las precauciones de los tarifeños:

Cuando llega el Levante hay que guarecerse en cualquier parte. Viene picado el mar, arrasando los montes y mordiéndonos en los nervios. Llena el Estrecho de una niebla muy peligrosa, y yo he visto a la entrada del faro una campana que se sumerge y suena bajo el agua, sustituyendo a los destellos del foco.

Por su parte, Simón de Rojas Clemente y Rubio (1777-1827), científico y naturalista valenciano, observa el paisaje de los campos de Tarifa, en un siglo donde aún las colinas se poblaban del cultivo de la vid, estimando las dificultades para sacar adelante las cosechas cuando dice que “hay unas 12.000 aranzadas de viña, todas endebles y que dejan con cepa muy baja por los Levantes y Sudoestes sumamente recios y frecuentes que las maltratan, dejan vara a las cepas”. Sin duda alguna, para el naturalista ilustrado el Levante, cálido y desecante, supone un freno para el desarrollo de la comarca:

No cogen aceite alguno, es común opinión que no prueba el olivo en esta tierra; en efecto, así se cerífica en un pequeño olivar. Los Levantes que les destruyen muchos años la cosecha de trigo, a veces en la víspera de segarla les estropean las vides y sus flores (…).

El Romanticismo quedará conmovido por la agreste soledad del paisaje. Así, Richard Ford (1796-1858), viajero de referencia de origen británico, queda sobrecogido ante unas tierras que se suceden convertidas en campos sin cultivo ni provecho; para el autor de la guía de viajes A Handbook for Travellers in Spain and Readers at Home, la despoblación genera un paisaje de soledades y las sensaciones que provoca la contemplación de anchas e incultas campiñas evocan ya sentimientos y emociones de carácter melancólico:

El paisaje se vuelve ahora sumamente solitario, desértico y sin cultivo; el suelo, rico, bajo un sol vivificante, está abandonado a las hierbas salvajes y a los insectos: la tierra y el aire vibran de vida. Hay una grandeza melancólica en estas soledades, donde la naturaleza está dedicada de lleno a su potente labor creadora, sin cuidarse de la ausencia o presencia de ese insecto de mayor tamaño que es el hombre.

La ganadería es muy abundante por estos montes, incluso superior a la agricultura. Antonio Ponz (1725-1792), ilustrado de origen valenciano, dice que dice que “desde el cortijo continué mi marcha por tierras negruzcas, a mi parecer, excelentes para las semillas del campo, pero destinadas a pastos casi todas ellas”. La impronta ganadera de la comarca tampoco pasa inadvertida a viajeras románticas como Joséphine de Brinckmann (1821-1872) que se acercan a Tarifa:

(…) se ven por aquí y allá rebaños dispersos, que parecen tan melancólicos como la encantadora naturaleza que les alimenta con plantas aromáticas, como el pastor que parece inmóvil como una roca.

El resultado es el de un paisaje agreste y desolado. Antonio Ponz, como buen ilustrado amante de la foresta, dice que le causa “sentimiento ver tan pelados los cerros que observé más cercanos a Tarifa” y para un romántico como el Marqués de Custine (1790-1857), la aridez y dureza de estos montes le provoca un sentimiento sublime de grandeza; en su narración del viaje sentencia lo siguiente:

Hay algo de sublime en el silencio, en la desnudez, en la desolación de las costas de Tarifa.

Por su parte, el citado Luis Bello asocia el paisaje del Estrecho a confín del mundo, trenzando las numerosas impresiones ligadas al Levante, el carácter rudo de sus murallas y castillo, su diminuto puerto, el paisaje del campo que pisó cuando inventariaba las escuelas por las aldeas del alfoz de Tarifa. Como resumen de este post, el viajero de Alba de Tormes sintetiza el carácter del paisaje del Estrecho con la siguiente sentencia:

Una de las extensiones más despobladas de España, por donde el autobús corre, con pocos encuentros, como si fuera ya buscando otro Finisterre, otro cabo del mundo, y le abandonara Europa a su voluntario destino.

NOTA: para más impresiones viajeras, pueden consultar este artículo publicado en la revista Cuadernos Geográficos de la Universidad de Granada.

Artículo de César López Gómez en la revista Cuadernos Geográficos

Paisaje urbano de Tarifa, ciudad del viento.
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