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Delacroix en la Cartuja de Sevilla

El próximo 14 de julio será el Día Nacional de Francia. Siempre recordaré de mis libros escolares de Historia el famoso cuadro de Eugène Delacroix (1798-1863) titulado La Libertad guiando al pueblo, de 1830. Abría el bloque de la Edad Contemporánea y la lección dedicada a la Revolución Francesa, al ser esta obra toda una referencia para los revolucionarios amantes de las libertades.

Nacido en París, Delacroix es considerado de manera unánime la encarnación del Romanticismo en Francia, aunque el pintor rechazaba esta calificación al reafirmarse como artista clásico respetuoso de la tradición, aunque no del academicismo. Como muchos nostálgicos de tiempos pasados, rechazó el progreso técnico e industrial del XIX y se apasionó por las culturas no europeas, despreciando en gran medida la época y los cambios que le tocaron vivir.

España, una especie de «Oriente cercano», fue uno de los territorios predilectos del artista francés. Siguiendo a Juan F. Lacomba, la idealización del pasado español y la formulación del paisaje romántico llegó a su culminación con Delacroix, que “imaginó el solar hispano cuajado de cerros con gallardos castillos y fortalezas que poblaban un territorio incierto, el cual, como el territorio palestino durante las cruzadas, estaba abierto a permanentes combates”.

El Magreb será otro de sus destinos predilectos. En 1832 se encuentra en nuestro país y, desde el Estrecho de Gibraltar, partirá hacia Marruecos y Argelia para descubrir allí la deslumbrante luz de sus paisajes y el rostro de sus gentes. Se conocen muy bien los pormenores de este viaje gracias al diario del artista, a sus cartas dirigidas a sus amigos y al álbum de croquis que elaboró, en el que describe su estancia en Tánger, Fez, Mequinez, Oran y Argel. Con sus cuadernos de viaje, repletos de acuarelas, dibujos y anotaciones, tendrá materia suficiente para la creación artística el resto de su vida, con obras de clara inspiración árabe. En dichos trabajos refuerza su preferencia por el estudio del color y la acción de la luz sobre los tonos locales.

Precisamente una de sus acuarelas nos habla de su paso por la ciudad de Sevilla. El pintor francés visita en 1832 el monasterio de la Cartuja, pocos años antes de la expulsión definitiva de los monjes a causa de la Desamortización de Mendizábal. En este apunte se observa magistralmente el famoso Claustrillo de la Cartuja, uno de los más bellos exponentes del Arte Mudéjar. Soberbios pilares en las cuatro esquinas de un patio de intenso sabor andaluz, elegantes capiteles y arcos de inspiración granadina, una fuente y el protagonismo del agua como centro de la composición y, sobre todo, ese sabor ocre que evidencia el gusto por el ladrillo en la tradición sevillana.

Eugène Delacroix, Patio de La Cartuja, 1832.

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